¿POR QUÉ NO HAY
QUE DEJARLES LLORAR?
Durante mucho tiempo los padres y educadores han pensado
que el cerebro de los bebés es como un músculo, una estructura
endeble al principio que va fortaleciéndose y curtiéndose gracias
a los malos momentos, a las situaciones duras de la vida, a sufrir
soledad y separaciones y a todas aquellas acciones que ayuden
a un niño a ser capaz de vivir solo sin depender
emocionalmente de nadie.
Bien, es cierto que haciendo todo eso se puede conseguir la
meta, que un niño sepa estar solo. El problema es que se corre el
riesgo de que, además de saber estar solo, el niño llegue a preferir
estar solo, o que no sepa cómo estar en grupo, ni expresar las
emociones, o incluso que no sepa demasiado bien cómo sentirlas,
como no ahogarlas para volver a confiar en los demás. Y es que
como padres debemos tener mucho cuidado con el estrés de
nuestros hijos pequeños, porque el cerebro de los niños no es
un músculo, sino más bien una flor.
Pero los niños son muy resistentes...
Es cierto, los niños son muy resistentes emocionalmente, y
tienen que serlo así, porque durante toda la historia la vida ha
sido muy dura para ellos. Muchos morían jóvenes o veían morir
a sus hermanos o padres cuando aún eran pequeños, muchos
han sido niños que nadie ha amado, muchos... Pero eso no
quiere decir que puedan soportarlo todo sin que ello afecte
a su manera de ser y más ahora, en la actualidad, porque ahora
ya no tienen que vivir las penurias que vivieron nuestros
antepasados (o las que viven los niños en los
países pobres, sin irnos tan lejos).
El cerebro y el estrés no son demasiado buenos compañeros y,
si un niño se ve inmerso en un estilo de crianza, digamos, más
bien intenso, más bien autoritario, carente de respeto y de puntos
de diálogo o negociación, los sistemas de respuesta pueden
alterarse y llegar a permanecer de ese modo durante mucho tiempo.
La amígdala:
la alarma del cerebro
Prueba a acercarte al Dr. Bruce Banner y moléstale hasta
que se enfade. ¿Qué sucede? Pues que en un periquete se
vuelve verde y grande, y pasa a llamarse "Hulk". Exacto, este
doctor tiene un problema con su amígdala, que se
hiperexcita y funciona demasiado.
La amígdala es el sistema de alarma de nuestro cerebro,
el que nos pone en alerta ante un peligro, ante un ruido
amenazador, cuando estamos a punto de dar una conferencia
multitudinaria, etc., es la que nos hace sudar y acelera nuestro
corazón preparándonos para la huida o para la lucha.
Lo interesante, lo que todo el mundo busca, es la técnica
o la manera de controlarla, sobretodo si sabemos que el entorno
es seguro. El ejemplo de la charla es muy válido, porque nadie
quiere plantarse delante de un gran número de personas a
hablar con el corazón a cien, la boca seca y el sudor empapando
su cuerpo. La persona debe coger confianza, debe hacer que
el raciocinio supere a la emoción, que la controle. Lógicamente,
es difícil hacerlo si nunca has dado una charla, pero si has dado
unas cuantas, la costumbre ayuda mucho y al final
los síntomas apenas aparecen.
Los adultos, pues, con nuestro raciocinio, somos capaces
de dominar a nuestra amígdala en muchas ocasiones porque
somos conscientes de qué es peligroso y qué no lo es. Los
niños, en cambio, tienen muchos menos conocimientos y mucha
menos experiencia y el simple hecho de sentirse solos ya les
hace llorar y ya les activa. Se estresan si están solos, si no les
haces caso, si les llevas en cochecito pero quieren que les
cojas, si están en la habitación de al lado y necesitan que les
abraces, si les gritas, si les tratas mal, si les pegas, si les castigas, si...
Estrés y cerebro
de los bebés
Y ellos tienen un problema gigante, enorme. No saben cómo
calmar la amígdala, no saben cómo respirar hondo y superar el
mal trago, no saben cómo entrar en el Facebook y decir "Qué
mal día, por Dios", a la espera de que decenas de amigos les
pregunten "¿Qué te pasa tío?, cuenta...", no saben cómo abrir
el congelador y zamparse un helado entero "porque me lo
merezco" y no saben cómo llamar a las personas que les
importan para que les ayuden a desahogarse, precisamente,
porque las personas que les importan, las que deberían ayudarles
a calmarse, han decidido que no les pasa nada por llorar un rato,
que deben aprender a dormir solos y que no tiene sentido que
dependan tanto de ellos y que cuanto antes aprendan a no necesitarles mejor.
Entonces, ¿si no les ayudamos a calmarse?
Si no les ayudamos a calmarse, si no frenamos el estrés,
si hacemos caso a los consejos de dejarles llorar, lo que
acaba sucediendo es que la amígdala se acostumbra en
cierto modo a estar activada y lo que acaba haciendo es
hiperactivarse, o lo que es lo mismo, estar cada vez más
pendiente del entorno, más vigilante, para dar respuesta antes.
Esto se traduce en niños que actúan de un modo exagerado,
asustándose por cosas que no tienen importancia, agobiándose
por cosas insignificantes, estando preocupados por todo
y perdiendo la paciencia muy fácilmente.
" Ya, pero la mayoría de niños son así ", me diréis. Y es cierto,
la diferencia en este caso es que muchos niños que no han
aprendido de pequeños a calmarse llegan a la edad adulta
con muchos vestigios de esa infancia, siendo personas más
asustadizas, más desconfiadas, con dificultad para expresar
emociones o, como he dicho al principio, para sentirlas, con
poca tolerancia al estrés y con poca paciencia.
¿Qué podemos hacer
los padres?
Como supongo que ningún padre quiere que su hijo llegue a
ser uno de esos que, a la mínima, está gritando y tirando las
cosas por el suelo porque no tiene autocontrol (que no quiere
decir que los niños salgan así, sí o sí, porque hay niños muy
capaces de vivir con las adversidades), lo ideal es ayudarles
cuando son pequeños a calmarse, ayudarles a racionalizar los
momentos de estrés, a darles sentido, a ser ese amigo que
te permite desahogarte, a ser el helado de medio kilo, a ser lo
que necesitan para suspirar y relajarse de nuevo.
No podemos protegerles de todos los males ni debemos
resolverles todos los problemas, porque los niños necesitan
retos, necesitan intentar cosas y tomar decisiones para crecer,
pero sí podemos y sí debemos estar ahí, a su lado, para echarles
una mano cuando la necesiten, para que sientan nuestro apoyo.
Dicho de otro modo, en esos momentos en que pierdan los papeles,
cuando las emociones les superen y les invada la rabia, la ira, o
incluso el miedo, debemos estar ahí para dar significado a las
emociones, para que vean que nosotros sabemos controlarnos,
entiendan por qué pueden vivir los problemas de otro modo y
vean que, allí donde no parece haber salida posiblemente
la hay, si la buscan con más paciencia y dándose tiempo.
De este modo los niños van sumando experiencias, van sumando
logros, van aprendiendo a controlarse y van tomando cada vez
más decisiones, siendo más capaces de afrontar los problemas
y de controlar los impulsos y las emociones. De este modo,
cuando crezcan, serán adultos que, ante el estrés y la ansiedad
serán capaces de afrontar los problemas con mayor tranquilidad,
pudiendo trabajar incluso bajo presión, buscando soluciones y
luz ahí donde otros sólo verán oscuridad.
El problema, como he dicho, y asumiendo que me repito, viene
cuando esas emociones no se trabajan, cuando no les ayudamos,
cuando tienen que ser ellos los que las calmen, a veces siendo
ahogadas, pero no resueltas. En definitiva, cuando se las guardan
para sí, haciendo la conocida "pelota que va creciendo y
creciendo" hasta que un día explota, a veces hacia afuera o,
peor, a veces hacia adentro (con síntomas de
depresión, de baja autoestima,...).
Fuente: bebesymas.com