MADURAMOS CON
LOS DAÑOS,
NO CON LOS AÑOS
Envejecer es inevitable, pero ello no implica que hayamos madurado.
No es el tiempo lo que nos hace cambiar nuestra perspectiva
y crecer como personas sino las experiencias que hemos vivido.
Porque cuando se trata del camino de la vida, a menudo lo
importante no son los logros que alcanzamos, sino la persona en
la que nos hemos convertido mientras tomábamos nuestras decisiones.
De hecho, durante décadas se pensó que la vejez era una etapa
de pérdidas. Hoy sabemos que, al igual que el resto de las fases
de nuestra vida, durante la vejez perdemos algunas habilidades pero
ganamos otras. Por ejemplo, nuestra inteligencia pasa a ser
cristalizada, lo cual significa que se basa más en las experiencias
y habilidades que hemos adquirido a lo largo de la vida.
También somos más prudentes, empáticos, comprensivos
y mucho más inteligentes emocionalmente.
Sin embargo, no es el paso del tiempo quien nos hace estos dones,
son las experiencias que hemos vivido, las situaciones difíciles
que hemos tenido que afrontar y los conflictos que hemos resuelto.
Por eso, también hay personas jóvenes que tienen una gran
madurez y muestran una gran resiliencia, mientras que algunos
adultos continúan teniendo un pensamiento
infantilizado plagado de estereotipos.
No es el tiempo lo que nos hace comprender que debemos
aprender de nuestros errores y fracasos, son los daños que
hemos sufrido los que nos impulsan a renovar nuestro espíritu.
Y es que salir heridos de las batallas de la vida nos enseña
que hay mil causas que nos pueden hacer sufrir, pero hay mil
y una razones para recomponerse y seguir adelante.
La Sal de la Vida
Un buen día, un maestro hindú se cansó de escuchar las
quejas de su discípulo y decidió darle una lección. Le envió
a buscar un puñado de sal. Cuando este regresó, le pidió
que tomara un poco de sal y la echara en un vaso de
agua, para luego beberla.
– ¿Que tal sabe? – le preguntó el maestro.
– ¡Está salada y amarga! – respondió el discípulo.
El maestro, con una sonrisa en el rostro, le pidió que le
acompañara al lago. Le pidió que echara la misma cantidad
de sal y que bebiera el agua. Así lo hizo el joven.
– ¿A qué sabe el agua? – le volvió a preguntar.
– Está muy fresca.
– ¿Te supo a sal?
– No, en absoluto
Entonces, el maestro le dijo: “El dolor que hay en la vida es
como la sal. La cantidad de dolor siempre es la misma, pero
el grado de amargura que probamos dependerá del recipiente
donde vertemos la pena. Por tanto, cuando experimentes
dolor, lo único que debes hacer es ampliar tu perspectiva
sobre las cosas. Deja de ser un vaso de agua y conviértete en un lago”.
El Valor de los Años
Los años también son valiosos, por supuesto. El paso del tiempo
nos permite asumir cierta perspectiva, alejarnos de las pasiones
y los sentimientos que experimentamos en su momento para
valorar la situación con mayor objetividad. Con los años podemos
mirar atrás y encontrar un lugar para cada cosa,
dándole a cada hecho su justa dimensión.
Con los años podemos reírnos del temor que nos infundía el
maestro del colegio o de la ansiedad que despertaba la
perspectiva del primer beso. El tiempo no borra las experiencias,
pero mitiga su impacto emocional, nos serena para que
podamos mirar atrás y, de cierta forma, reescribir nuestra historia.
Sin embargo, para lograr ese cambio de perspectiva que nos
haga crecer, para dejar de ser un vaso y convertirnos en un lago,
es necesario estar dispuestos a cambiar, aceptar y dejar ir.
El simple paso del tiempo no suele ser suficiente para olvidar
un amor o perdonarse un gran error, es necesario
que pongamos de nuestra parte.
El Valor del Dolor
El dolor, las dudas, la incertidumbre, los conflictos, las
pérdidas y los errores también son grandes maestros de
vida. Y son necesarios para que podamos comprender las
cosas en su verdadera magnitud. Las lágrimas pueden
ser saladas y escuecen en las heridas pero también
tienen el poder de limpiar nuestros ojos para permitirnos
ver el mundo con mayor claridad.
Solo cuando hemos sufrido podemos entender que el mundo
es hermoso y que hay cosas por las que vale la pena luchar.
En ese momento entendemos que el camino no es demasiado
largo ni penoso si el destino vale la pena. Después de haber
sufrido, comprendemos que todo es relativo y podemos ver
el mundo bajo una luz nueva, dejamos de ser un
pequeño vaso para convertirnos en un lago.
De hecho, las personas que no han tenido una vida fácil se
han visto obligadas a recorrer los caminos más complicados
que existen, los de ellas mismas. Estas personas han tenido
que mirar dentro de sí, para comprender sus emociones, tomar
decisiones difíciles y seguir adelante. En ese proceso, han
encontrado su verdadero “yo”, han crecido.
En el miedo, han aprendido a no temer y en el dolor, han
aprendido a lidiar con el sufrimiento. Esas enseñanzas son
cicatrices de guerra que serán como migas de pan que les
indiquen el camino la próxima vez que deban enfrentar obstáculos
similares. Porque al mirar atrás, habrán aprendido la lección
más valiosa de todas: nada es permanente, todo pasa.
Esto implica que, aunque no debemos buscar de forma
masoquista el dolor, tampoco es necesario huir de este o
intentar esconderlo porque siempre tiene una lección que
enseñarnos. El dolor nos hace más humanos,
más sabios y nos permite crecer.
Recuerda que siempre es tu decisión: verter el
dolor en un vaso o en un lago.
Fuente: www.rinconpsicologia.com