Las rabietas de los niños
no son lo que parecen:
cómo gestionarlas
( 3ª parte )
No pasamos suficiente tiempo con ellos. Me refiero al tiempo
que ellos necesitan no al que nosotros estamos dispuestos
a darles. Les falta presencia, mirada y aceptación. Aunque
sea poco el tiempo que pasemos con ellos si es con presencia
y conexión ellos lo notan y lo agradecen. Sus deseos son
importantes para ellos al igual que los nuestros lo son para nosotros.
Muchas veces podemos pensar que nuestro hijo es distinto,
que nosotros si le estamos dedicando tiempo y le
queremos y aceptamos y sin embargo sigue
comportándose del mismo modo.
Cada día de mi vida miro a nuestros 3 hijos y según
se sienten y se comportan sé si estoy o no suficientemente
presente y conectada con ellos y si se sienten lo suficientemente
respetados, libres, mirados y tenidos en cuenta para poder
ser ellos mismos y tomar algunas decisiones.
Yo no puedo juzgar si les estoy dando lo que necesitan o
no. Sólo lo puedo saber y constatar observándoles.
Cuando están inquietos, necesitan molestar a otros, se quejan
con frecuencia… Es como la lucecita roja del depósito
vaciándose que me está diciendo que les falta
mirada, presencia o atención.
En esos momentos es cuando más nos necesitan y más
conscientes tendríamos que estar de su malestar y desconexión.
Ya he dicho en muchas otras ocasiones que cuando nos
sentimos bien nos comportamos bien. Cuando nos sentimos
mal nos comportamos mal. Esto es así para
los niños y para los adultos.
Es muy difícil para un niño poder gestionar su malestar y su
falta de conexión con papá y mamá. Se siente solo, confuso y perdido.
Simplemente lo expresa y nosotros lo nombramos como
rabietas, pataletas o berrinches. Como si eso formará parte del
diseño humano o fuese una etapa evolutiva de su desarrollo.
Esas expresiones son el efecto secundario del malestar o
desconexión que sienten por dentro. Son el
síntoma, no el problema en sí.
Un niño feliz, contento, satisfecho, amado incondicionalmente
(sin condiciones, simplemente por ser quien es) respetado,
tenido en cuenta, valorado… no necesita explotar emocionalmente.
Se enfada o se frustra, claro está, como a todos nos pasa de
vez en cuando pero si estamos con él y le validamos y le
acompañamos y damos nombre a eso que le pasa
seguro podrá gestionarlo y entenderlo.
Tenemos que sostenerles. No se trata de evitar todas las
situaciones hostiles ni de permitirlo todo. Se trata de cómo
lo gestionamos y de entender el origen de tal malestar y
aceptar nuestra parte de responsabilidad.
Hay quienes defienden que los bebes y niños lloran para dar
expresión al estrés a modo de descarga por lo que están
soportando como si eso fuese algo natural. Que un niño
sienta estrés no es natural en absoluto. Que un niño necesite
descargarse no es natural. Personalmente, discrepo con este
argumento ya que el estrés es provocado por un aumento de
adrenalina y cortisol en el cerebro por un gran miedo, malestar
o experiencia traumática. Pensar que un niño necesita llorar
y patalear para sanarse no es del todo exacto. Un niño necesita
amor, contacto, apego, presencia, permanencia, disponibilidad,
mirada y escucha para sanarse. Si llora y patalea es porque
sigue sintiéndose mal y desconectado
emocionalmente de mamá y papá.
Cuando ya explotó, es porque hubo la carencia emocional,
malestar o necesidad no satisfecha y es entonces cuando
necesita poder expresarlo y sacarlo pero no confundirlo con
que esa es la forma natural de dar expresión al estrés. Esa es
la forma natural y única que tiene un niño de pedir auxilio,
amor, mirada, comprensión, aceptación, presencia, atención…
Una vez hay estrés sí habrá que sacarlo y expresarlo. Nosotros
estamos para ver, aceptar, cambiar o mejorar lo que siente
en ese preciso momento e intentar prevenirlo en un futuro.
Simplemente hacerle sentirse bien. Llora y patalea por qué
se siente mal y desconectado, no lo olvidemos. Podemos hacer
algo para provocar bien estar y paz interna y entonces tal
expresión deja de ser necesaria. Incluso bebes que han nacido
de partos muy traumáticos teniendo que ser separados
de sus madres para ser intervenidos quirúrgicamente no han
necesitado casi llorar si luego han podido estar cuerpo con
cuerpo con su madre (método canguro). Lloran cuando
viven la experiencia hostil, mientras la están
sintiendo en sus entrañas, no cuando ya pasó.
Somos los adultos quienes necesitamos llorar viejas heridas.
Los niños viven el aquí y el ahora. Si aun así, tomando conciencia
de lo dicho anteriormente, no podemos evitarles un berrinche,
claro está, tendremos que acompañarles de la forma más amorosa,
sostenedora y respetuosa posible. Con palabras o silencios,
caricias, abrazos, disculpas… Si les gritamos, castigamos,
exigimos que se callen les provocamos aún más frustración
y por consiguiente más mal estar al no ser comprendidos y la
rueda sigue y sigue. Nuestra mirada debería estar en evitar
tales escenas y vivencias. No pensar que son formas
naturales de liberación del estrés.
Sí es posible el cambio de paradigma si estamos dispuestos
y dispuestas a tomar conciencia de verdad sobre qué nos pasa
a nosotros cuando nuestros hijos, o niños en general, expresan
su mal estar o desconexión. Si giramos la mirada hacia los
niños en momentos de malestar y necesidad de expresión
emocional (ya no quiero llamarlo rabietas) veremos que
todo se ve de otro modo. Preguntémonos de nuevo:
¿Qué me pasa cada vez que mi hijo pierde el control?
¿Qué me pasa en mi interior cuando están en
juego mis necesidades y las suyas?
¿Pudieron mis padres satisfacer las mías?
¿Tuve en mi niñez toda la atención, mirada, respeto,
aceptación, amor incondicional… que necesitaba?
Fuente: Ivonne Laborda