L A R A Í Z
D E L A S
A D I C C I O N E S
Durante los últimos años he hablado con cientos de personas de
todo el mundo que se auto-denominan “adictos”.
Seamos claros: no sólo los “adictos” son adictos.
Todos somos adictos de diferentes maneras, al trabajo, al
alcohol, a la pornografía, al juego, al sexo, al poder, a tener
siempre la razón, a probar nuestra valía, a revisar nuestro
correo electrónico cada 5 minutos. Incluso, podemos hacernos
adictos a las enseñanzas espirituales, a la meditación, a los
gurús, a los retiros, a libros, a los satsangs.
Pero la raíz de toda adicción es la misma:
nuestra adicción a nosotros mismos.
Nuestra adicción a mantener y a nutrir “mi” historia.
Y subyacente a esto, nuestra adicción a salir de este momento,
a escapar de las molestias buscando alguna clase de
liberación. Nuestra adicción hacia el momento siguiente…
Recuerdo que de pequeño regresaba de la escuela sintiéndome
a veces solo, triste e incomprendido, probablemente
después de haber sido intimidado por mis compañeros o
después de que se burlaran de mí en el autobús de la escuela.
Llegaba directamente al refrigerador o a la despensa y,
cuando nadie me observaba, me devoraba cualquier bocadillo
que pudiera encontrar. La comida hacía que mi tristeza se
fuera, o así parecía. Por unos pocos y preciosos instantes
me sentía reconfortado, satisfecho, lleno - ya no había
ese vacío en mí, ni me sentía incompleto. Aparentemente la
comida hacía que mi “hambre” desapareciera.
Había llenado el vacío. Y mi estómago…
En realidad no quería comida, por supuesto, sino amor y
aceptación. Comía para que el dolor de vivir desapareciera.
Incluso a esa temprana edad, ¡comía para vivir! Pero, por
supuesto, no tenía forma de articular eso en ese entonces.
¡Simplemente me sentía hambriento! sólo tenía la urgencia
de comer. No era realmente comida lo que yo quería - era
amor, y vida. Tenía deseos de sentirme vivo. Estaba
intentando y fallando al comerme la vida. Estaba
tratando de comerme a mí mismo.
Esto era un hambre cósmica, un anhelo muy profundo de
ser tomado en cuenta, de ser incluido, de ser visto, de ser
validado. Y si los otros no podían hacerlo, tal vez los chocolates sí.
Todo esto era una expresión de una profunda hambre por
la vida, hambre de recordar lo que yo era realmente: ese
vasto océano de consciencia en donde las olas de
pensamiento, sensaciones y sentimientos están
plenamente admitidas para surgir y desaparecer.
Yo estaba ignorando mi verdadera adicción: con el deseo
de recordar lo que yo era me estaba
volviendo falsamente adicto a algo.
Me tomó años y años darme cuenta de esto, y empezar
a enfrentar mi dolor, en lugar de huir de él, a recordar,
en lugar de olvidarme de mí mismo, a descubrir que
eso que realmente soy, jamás podría estar adicto a nada.
Más tarde, mis adicciones cambiaron hacia otros objetos
y hacia otras personas y después, finalmente, todo este
asunto se proyectó hacia mi búsqueda por la iluminación.
La iluminación se convirtió en el objeto de adicción final.
Vivía y respiraba enseñanzas espirituales hasta que
empezaron a generar efectos secundarios. Pero no
estuve satisfecho hasta que todo ese ciclo se
rompió, justo en donde había comenzado.
Como individuos, todos somos adictos, en el sentido
de que huimos del momento presente en cierto grado.
Todos evitamos pensamientos y sentimientos, tratamos
de no sentirlos, los ignoramos, nos distraemos de ellos,
nos medicamos, o meditamos, o nos vamos de compras.
Por un instante, pareciera como si la comida, el alcohol,
el sexo, el gurú, la droga, la fama, tuvieran el “poder” de
eliminar la tristeza, el dolor, el sentimiento de soledad,
de vulnerabilidad y de aislamiento, y por último, la muerte
misma. Pareciera como si la persona, el objeto o la
sustancia tuvieran el poder de “arreglar” la vida.
Pero, por supuesto, pronto el “efecto” desaparece, el
“subidón” desaparece y luego viene una especie de
bajada, una especie de culpa y todas esas olas
rechazadas y no deseadas regresan, algunas con
mayor intensidad, y estamos de vuelta en esa fuerte identificación.
Y después se nos antoja todo de vuelta. Posteriormente
sentimos una mayor necesidad de la persona
o de la sustancia. Y el ciclo continúa.
¿Qué es lo que rompe el ciclo?
Reconocer nuestro malestar en lugar de huir de él, aunque
suene muy descabellado. Ahí es en donde el ciclo
puede empezar a romperse. Contactarnos con estas
olas antes rechazadas y darnos cuenta que todas ellas
tienen un hogar en nosotros: la tristeza, la
soledad, el miedo, la vulnerabilidad.
Como el océano de la consciencia, somos lo
suficientemente vastos como para aceptar a cada una
de ellas. Tienen permiso para entrar en
nosotros, pero no pueden definirnos.
Y así, enfrentar nuestros impulsos en lugar de
evitarlos, encontrando una forma de estar con nosotros
mismos en el ahora sin tener que movernos hacia un
“futuro”. Así es como el mecanismo de la
adicción puede empezar a disolverse.
Normalmente cuando surge algún impulso o urgencia, o
tratamos de ignorarlo, tratamos de no sentirlo, o bien,
actuamos sobre él. Solemos juzgar el impulso
como malo o erróneo o incluso “enfermo”.
Sin embargo, hay un punto medio: el encuentro del
que yo hablo, esta profunda aceptación,
este “estar con”, sin una agenda.
Encontrarse con el impulso o la urgencia hace que
éste desaparezca y se rinda sin tiempo y, además, sin daño.
Sentarse con la urgencia, dejándose que se queme,
permitiendo que esté allí con toda su intensidad, y
después observar cómo todos esos pensamientos e
imágenes surgen: ya sabes, esas imágenes de un
delicioso pastel de chocolate, o la cerveza, esa
película del pensamiento en donde te ves felizmente
comiendo o bebiendo, de cuando tus problemas han
desaparecido, esas películas de una liberación y
una salvación inminente, de amor, de paz ...
y permitiéndoles estar ahí también.
Y estar ahí con todas las sensaciones
que surjan, incluso las incómodas.
Y después también permitir la ira, con esa extraña
superstición primaria de que si permitimos que la
urgencia permanezca ahí terminaremos “actuando en
consecuencia”, o que nos quedaremos “atascados”
y nunca saldremos de ello, o que simplemente nos vencerá.
Todos los juicios rondando. Sintiendo que necesitamos
de inmediato “hacer algo” sobre esa urgencia.
Y, después de todo esto, recordarte como ese amplio
espacio abierto, el vasto océano de la vida en donde
todas las olas ya han sido aceptadas. Y saber, después,
que ninguna cantidad de alcohol, sexo, drogas,
chocolate, palabras, imágenes o sentimientos puede
generarte ese lugar de profunda aceptación en este momento:
porque eso es lo que tú ya eres y lo que siempre has sido.
Aquello que tanto deseas, en un nivel más
profundo, ya está aquí. Tú ya eres eso que
buscas, como todas las enseñanzas espirituales
a través de los años nos han estado recordando.
Estamos solamente buscándonos a nosotros mismos,
en millones de formas diferentes, y el chocolate o el
alcohol o los casinos nunca han tenido el “poder” de
llevarnos de vuelta a casa, nunca. Nuestros gurús nunca
han tenido el poder que nosotros proyectamos en
ellos. Perdemos la fe en los gurús del cigarro y del
alcohol, y regresamos a nosotros, confiando en nuestra
propia experiencia profundamente, una vez más,
en una forma en que nunca pudimos
hacer cuando éramos pequeños.
La adicción se deshace desde dentro. Ya que lo que
somos está naturalmente en paz, naturalmente no-adicto,
naturalmente completo, sin necesidad de gente externa
u objetos que lo complementen. Es aquí en donde el
círculo de la adicción - que es el ciclo del yo - puede
ser roto, justo donde empezó. Esta es la exploración que
toda adicción e indudablemente todo sufrimiento nos invita
a hacer, independientemente que nos veamos
a nosotros mismos como “adictos” o no.
Fuente: Jeff Foster