L A
M E T A G E N E A L O G Í A
La Metagenealogía, creada por Alejandro Jodorowsky, se propone
reconciliar los aparentes contrarios situándose, precisamente, en su punto
de conjunción: allí donde lo racional colabora con lo irracional, donde la ciencia
danza con el arte, donde la «clarividencia» significa más bien intuición que lucidez.
En el lenguaje actual, en el que los conceptos propios de la neurología serán, a
partir de ahora, moneda corriente, se podría decir que de lo que se trata es de
equilibrar el hemisferio cerebral derecho con el izquierdo.
Pero ¿cómo dar cuenta de una disciplina que está tan sólidamente enraizada
en la psicología como en el arte, en la ciencia como en las tradiciones
espirituales y esotéricas?
Esta disciplina sugiere que toda «enfermedad» puede ser entendida como
una carencia de belleza y de conciencia, y que «curar» consiste en convertirse,
auténticamente, en uno mismo, la reconquista de la verdadera identidad.
Para sanar una enfermedad no podemos limitarnos sólo a lo científico. La mirada
de un artista equilibra la de un médico, capaz de comprender los problemas
biológicos pero que carece de las técnicas necesarias para detectar los valores
sublimes sepultados en cada individuo. Para que sane, es necesario que el paciente
sea lo que en verdad es y se libere de la identidad adquirida: lo que los otros han
querido que sea. Toda enfermedad proviene de una orden que hemos recibido en
la infancia obligándonos a realizar lo que no queremos y una prohibición que nos
obliga a no ser lo que en realidad somos. El mal, la depresión, los temores
resultan de una falta de conciencia, de un olvido de la belleza, de una tiranía
familiar, del peso de un mundo con tradiciones y religiones obsoletas.
Para sanar a un paciente, o sea ayudarlo a convertirse en lo que en verdad
es, se le ha de hacer consciente de que no es un individuo aislado, sino el
fruto de al menos cuatro generaciones de ancestros. Es imposible conocernos
a nosotros mismos si no conocemos el legado material y espiritual de nuestro
árbol genealógico. Pero las estructuras del clan familiar no deben ser el
objeto de interpretaciones restrictivas que analizan al ser como si fuera una
máquina biológica. Las grandes teorías psicológicas del siglo XX emanan de geniales
médicos psiquiatras, como Freud, Groddeck o Reich. Pero en sus seguidores se
desarrolló la creencia falsa, nociva, de que para conocer el alma humana toda
búsqueda debe inspirarse en procesos de investigación científica.
Carl Gustav Jung, en 1929, se hizo consciente de esta confusión intelectual:
El intelecto es, efectivamente, un enemigo del alma, porque tiene la
audacia de querer captar la herencia del espíritu, de lo cual no es capaz
bajo ninguna circunstancia, porque el espíritu es bastante superior al intelecto,
dado que aquél comprende no sólo a este último sino también al
corazón [Gemüt, ánimo].
El ser humano consciente no puede ser analizado como un todo fijo,
un cuerpo-objeto sin realidad espiritual. El Inconsciente, por esencia,
se opone a toda lógica. Si es reducido a explicaciones científicas o a
enseñanzas universitarias, se le convierte en cadáver. Jung agrega:
Por eso sé que las universidades han dejado de actuar como portadoras
de luz. La gente está saciada de la especialización científica y del intelectualismo
racionalista. Quiere oír acerca de una verdad que no estreche sino que
ensanche, que no oscurezca sino que ilumine, que no se escurra sobre uno
como agua sino que penetre conmovedora hasta la médula de los huesos.
He aquí por qué ningún diploma puede garantizar la calidad de un
psicoterapeuta: ayudar al otro a sanar supone no solamente comprender de
qué sufre, sino también poner a su alcance los elementos necesarios que
le permitan cambiar. El médico o el cirujano establecen su diagnóstico y,
a continuación, recurren a la prescripción de medicamentos o a la
intervención quirúrgica. Pero a menudo el supuesto terapeuta no es capaz
de establecer un diagnóstico, y después de haber revelado al paciente la
causa de su trauma, y de que éste le pregunte «Ahora que conozco el
origen de mis problemas ¿qué puedo hacer?», no es capaz de ayudarlo
a encontrar la respuesta.
En las culturas primitivas, el chamán (generalmente un artista,
experto también en plantas medicinales o alucinógenas que permiten
«viajar» hacia otras realidades ejerciendo una acción terapéutica) es a
la vez el curandero y el remedio, hombre-medicina o mujer-medicina,
fuente de información viva que permite al ser que sufre redescubrir sus propios recursos.
Cuando uno deja de obedecer los dictados universitarios, todos los
enfoques tienen algo que ofrecer. Por eso nunca dudé en estudiar las filosofías
orientales, el mensaje de las religiones o el esoterismo, tratando de encontrar
llaves de comprensión global del ser humano. Mi visión del árbol genealógico
la guiaron unas palabras de Buda, cuando señala: ¡el mundo está en llamas,
tu casa arde!, no te preguntas entonces cómo está hecho o creado el
mundo, ¡piensas sólo en salvarte! ¿Cómo servir y ser útil?
¿Cómo hacer para entregar al otro las llaves de su sanación y no limitarnos
únicamente a explicarle su mal? Constaté que, aquejados de dolores físicos
y morales, la mayoría de mis consultantes vivía como si la humanidad
no tuviera un valor que la diferenciara de las plantas o los animales y se
multiplicase en un universo carente de finalidad que se expande por azar.
Entonces, me sentí impulsado a pasar de la Psicogenealogía a la Metagenealogía.
Basándome en una hipótesis de trabajo esencialmente terapéutica
(«Verdad es lo que es útil en un momento dado, en un lugar dado y para
un ser dado»), me dije: «Mejor que pensar que el universo existe por azar,
es afirmar que tiene como finalidad crear Conciencia».
Si bien desde Freud se acepta la existencia de una zona mental no
consciente (o sea no percibida por la conciencia de la vigilia),
inadecuadamente llamada «Inconsciente» y a la que se atribuye la sede de las
pulsiones primitivas, los traumas y los recuerdos tanto personales como
colectivos (es decir, la presencia constante del pasado), no se tienen en
cuenta los proyectos del futuro (anidados en la materia desde antes de
la aparición de la vida) por considerar que el universo se desarrolla sin
ninguna finalidad consciente.
El espíritu humano aspira ante todo a dos cosas: al conocimiento y
a la inmortalidad. El Inconsciente, entonces, debería concebirse compuesto
de dos zonas: aquella que es producto de las experiencias del pasado
–incluyendo en ella nuestros vestigios animales, y a la que se podría seguir
llamando «Inconsciente»– y esa otra que encierra en potencia las posibilidades
de mutación tendentes a desarrollar seres con Conciencia cósmica –
para nada compuesta por experiencias pasadas sino por posibilidades
futuras, a las que se capta en estados poéticos y proféticos, que
podría recibir el nombre de «Supraconsciente». Evolucionamos sobre
un planeta que participa en una danza cósmica donde todo va
surgiendo, desapareciendo, transformándose. ¿Cómo entonces definirse?
Para encontrar la raíz del «uno mismo», un Yo permanente en la impermanencia,
debemos situarlo más allá de la materia universal para identificarnos con su
centro creador, sabiendo que hemos nacido para participar activamente en
la evolución del cosmos. El «yo» individual y el «nosotros» cósmico no
pueden sino unirse en la Conciencia. Ideal que de forma simbólica se planteó
la Alquimia, poniéndose como tarea espiritualizar la materia al mismo tiempo
que materializar el espíritu. Traducido a un lenguaje psicológico, esto se
transforma en: el Ego (el «yo») debe integrarse en el Inconsciente al mismo
tiempo que el Inconsciente debe hacerlo en el Ego. Nuestra individualidad,
establecida por la familia, la sociedad y la cultura, se emparenta con la
materia bruta, la nigredo, la podredumbre o plomo que la Alquimia transforma
en oro, en Ser esencial, en Conciencia. Al preguntarme cómo realizar un
trabajo que me condujera a la mutación, me pareció necesario moderar
los deseos en pro de la salud; eliminar las cosas pasajeras y de poco
valor, para tomar conciencia de mi inmortalidad como organismo
colectivo, logrando la libertad; desprenderme de las amarras mentales
para que nada subjetivo me separara de la energía creadora, llegando a la
unión. Actuando como si estuviera vivo y al mismo tiempo, liberado de los
intereses terrestres, como si estuviera muerto, cesar de «pertenecer»,
de «identificarme» o de «definirme». Para desarrollar un alto nivel de Conciencia
se requieren esfuerzos tenaces, continuos, intensos, implacables. En este
proceso debemos morir a nosotros mismos y volver a nacer transfigurados,
no definiéndonos como racionales o irracionales, jóvenes o viejos, mujeres u
hombres. Ningún nombre ni ninguna nacionalidad debe limitar nuestro
acontecer impersonal, para que, debajo de nuestra máscara individual, gocemos
la paz del anonimato, no tengamos barreras entre lo humano y lo divino,
seamos tanto lo que somos como lo que no somos.
Completamente entregado a estos esfuerzos comencé a comprender que,
para sanarme a mí mismo y a los otros, la hipótesis más útil era la de
considerar a cada ser humano como alguien capaz de desarrollar
una Conciencia sin límites. Si examinamos a través de un microscopio
un huevo fecundado, podremos ver en la yema un diminuto punto rojo que palpita:
es el comienzo de un corazón. El ritmo es anterior a la víscera. El corazón existe
gracias a la voluntad de latir, que lo ha formado para servir de instrumento.
Viendo esto, ¿cómo no comprender que el cerebro no engendra a la
Conciencia sino que es su instrumento de recepción?
La génesis de lo que somos comienza por esa Conciencia, a la que por
impensable, todopoderosa y misterio insondable nos atrevemos a llamar
«divina». Luego viene su transformación en energía y, por fin, en órganos
materiales. Por esta razón, cuando se habla de los orígenes del árbol
genealógico, se le deben dar también raíces cósmicas. Nuestro cerebro,
probablemente el objeto más complejo del universo, tiene más de cien mil millones
de neuronas, células dotadas de un núcleo que funciona como un aparato receptor-emisor
en miniatura y que se unen a otras formando redes de conexión
que se transmiten la información bajo forma de corriente eléctrica.
Venimos al mundo con un potencial neuronal que es el del hombre del futuro
pero, sin embargo, con escasas conexiones. Una red se teje poco a poco,
en contacto con nuestros familiares y los conocimientos que nos transmiten.
Heredamos experiencias. Sin embargo, siendo estas experiencias limitadas,
se traducen en idiomas «nacionales» produciendo estados mentales estancados,
un mundo interior que abarca muy pocas conexiones, una celda cultural de la que
difícilmente podemos escapar. La energía que circula por las neuronas, que los
científicos definen como eléctrica, muy bien puede ser pensada como una
manifestación de la Conciencia universal que tiende a crear en nuestro cerebro
una estructura formada por la totalidad de conexiones posibles entre sus células:
la mente grandiosa del hombre futuro. Igualmente, podemos pensar que esta
misteriosa energía tiende a unir a todas las conciencias que pueblan nuestro universo.
La voluntad familiar-social-cultural lucha porque el individuo obedezca a la voluntad
de los antepasados, que en la mayoría de los casos, por acumulación de ideas,
sentimientos, deseos y necesidades heredados, contraría el proyecto espiritual
y lo sumerge en bajos niveles de Conciencia. El árbol genealógico actúa
como una trampa, imponiendo a la perfección del proyecto cósmico de los
descendientes sus límites materiales y psicológicos –mezclando temores,
rencores, frustraciones, ilusiones–. Ya en el vientre de la madre el feto recibe la
orden de imitar el modelo legado por sus ascendientes. La familia no acepta la
creación pura y simple, venida de «nada» sin modelo exterior. Todo individuo
es el producto de dos fuerzas: la fuerza imitadora –dirigida por el grupo familiar,
actuando desde el pasado– y la fuerza creadora –manejada por la Conciencia
universal desde el futuro–. Cuando los padres limitan a sus hijos
obligándolos a someterse a planes, a consignas («serás esto o aquello»,
«te parecerás a Tal», «nos obedecerás y propagarás nuestras ideas y creencias»),
desobedecen los proyectos evolutivos del futuro, sumiendo a la familia en toda
clase de enfermedades físicas y mentales. La Conciencia, desde los primeros
instantes de su individuación en el feto, padece este conflicto entre crear o imitar.
Cuando el niño, al nacer, presenta pocos trazos psicológicos calcados de sus
progenitores, podemos pensar que es la Conciencia quien fue capaz de vencer
la influencia de los modelos que deseaban embutirle las generaciones precedentes
de la familia. Si por el contrario el niño se convierte en la copia de sus padres o abuelos,
la Conciencia fue derrotada. Las almas creadoras son escasas, las almas
imitadoras forman legiones. Las primeras deben aprender a comunicar y sembrar
sus valores, las segundas deben liberarse de sus moldes y aprender a crear, es decir,
a llegar a ser ellas mismas y no lo que la familia, la sociedad y la cultura quieren que sean.
El clan actúa como un organismo. Cuando uno de sus miembros experimenta
un cambio todo el conjunto reacciona, positiva o negativamente. Un árbol
hermoso que da frutos ponzoñosos, es un mal árbol. Un árbol retorcido que da
frutos saludables, es un buen árbol. El hecho de que un individuo expanda su
Conciencia, al convertirse en el buen fruto, otorga a su árbol un nuevo significado.
Los sufrimientos de los antepasados (heridas narcisistas, humillaciones,
sentimientos de vergüenza o culpabilidad) adquieren una razón de ser. Cuando
la familia reacciona, también reacciona la sociedad en la cual ella se desarrolla.
Los árboles pertenecen a un bosque. Cada uno de ellos tiene dos principales
deberes: cumplir sus necesidades biológicas (procreación de niños, cuidados
que necesitan, etc.) e integrarse en el grupo social, obedeciendo a sus leyes.
Si cada familia rehuyera el contacto con las otras entregándose a sus
tendencias separatistas, la sociedad no podría existir. Es por esto que el árbol
genealógico se desarrolla prisionero en una red de vetos y obligaciones, entre las
cuales, por ejemplo, está el tabú del incesto, que impulsa al clan a mezclarse con el
resto de la humanidad dad en lugar de encerrarse en sí mismo. Sin embargo estos
vetos y obligaciones pueden en ciertos casos no corresponder a la naturaleza
esencial del ser. Cada cultura impone, basada en sus mitos fundadores y creencias
religiosas, diferentes modos de conducta. De una sociedad o cultura a otra
puede cambiar la institución familiar, pues no sólo existe la monogamia: en algunas
se permite al varón tener diferentes esposas, en otras se admite que las mujeres
vivan simultáneamente con varios hombres, otras obligan al hermano del que murió
sin hijos a casarse con la viuda, otras exigen que la hermana joven de la esposa
fallecida la reemplace en el lecho del viudo. Nacemos en una cultura determinada,
en una época dada, en un país particular. No seríamos los mismos si
habláramos otro idioma, si hubiéramos nacido en otra civilización o en
otra época histórica... Estas limitaciones, que dependen de la memoria,
nos incitan a repetir esquemas, nos imprimen un ser cultural. Al mismo tiempo
las posibilidades del futuro, que trabajan por conducir al hombre a su
mutación, transformando el sufrimiento inicial en energía consciente,
desarrollan al ser esencial.
El ser cultural, formado por quienes lo han educado, debe aceptar las
proyecciones que sobre él han hecho sus familiares impulsados por el deseo
de ser imitados, teniendo que ejercer tal o cual profesión, pertenecer a tal o
cual religión o idea política, luchar contra tal o cual predicción negativa: «Si haces
aquello, te destruirás; Si te entregas a tal actividad, terminarás como un pordiosero;
Si tienes relaciones sexuales antes del matrimonio, te convertirás en una puta».
Como el cerebro tiende a cumplir las predicciones, éstas, transformadas por
el Inconsciente en órdenes, actúan sobre la vida del individuo como maldiciones
que exigen ser realizadas. En cambio, el ser esencial, programado por el
Supraconsciente, despliega en la mente aspiraciones sublimes (casi siempre
reducidas a simples ilusiones por la memoria del clan), utopías (casi siempre
vividas con angustia) o deseos de mejorar el mundo (casi siempre vividos con
desesperanza). En todo momento, el ser cultural y el ser esencial se entremezclan,
a veces batallando, otras uniendo sus fuerzas. Bisabuelos, abuelos y padres se
funden en nosotros tanto para lo mejor como para lo peor. Las fuerzas de repetición
y de creación en su dinámica sin fin nos impulsan a la vez hacia la repetición de lo
mismo y a acceder a lo que somos auténticamente. Los individuos, al mismo tiempo,
pueden tener de sus bisabuelos, abuelos y padres una visión positiva y otra negativa,
convirtiéndose de este modo cada familiar en una entidad doble: una luminosa y
otra oscura. Dos campos de energía que a pesar de oponerse son complementarios.
En el tiempo presente, el espíritu que se materializa colinda con la materia que
se espiritualiza, el supraconsciente con el inconsciente, el intento de realizar el futuro
con el intento de repetir el pasado, el ser esencial con el ser socio-cultural, el deseo
de crear con el deseo de imitar. Al estudio del árbol genealógico bajo sus aspectos
simultáneos y complementarios, tesoro y trampa, lo he llamado «Metagenealogía».
Fuente: extracto de “La Metagenealogía”, de Alejandro Jodorowsky